viernes, 31 de diciembre de 2010

La importancia del cambio.


La importancia del cambio
-Jiddu Krishnamurti-

Aunque era tarde, habían querido venir, y todos entramos en el aposento. Hubo que encender linternas y, con la prisa, una se rompió, pero las dos restantes daban bastante luz para que nos viéramos unos a otros, sentados en círculo en el suelo. Uno de los que habían llegado era un empleado de alguna oficina; era pequeño y nervioso y no tenía nunca quietas las manos. Había otro que debía tener algo más de dinero, porque poseía un negocio y tenía el aire de un hambre que se estaba abriendo paso en el mundo. Corpulento y un poco gordo, era propenso a reír con facilidad, pero ahora estaba serio. El tercer visitante era un viejo que, como estaba retirado —explicó— tenía ahora más tiempo para estudiar las Escrituras y realizar puja, una ceremonia religiosa. El cuarto era un artista de largo pelo, que observaba fijamente todo movimiento, todo gesto que hacíamos; no iba a perderse nada. Todos estuvimos callados un rato. Por la ventana abierta se podían ver algunas estrellas, y el fuerte aroma del jazmín entraba en la sala.
“Me gustaría estar tranquilamente sentado así durante más tiempo” —dijo el comerciante—. “Es una bendición el sentir esta clase de silencio. Tiene un efecto saludable; pero no quiero desperdiciar tiempo explicando mis sentimientos inmediatos, y creo que más vale que siga con aquello sobre lo que vine a haber. He tenido una vida muy fatigosa, más que la mayoría de las personas; y, aunque no soy rico en modo alguno, estoy en posición desahogada. Siempre he tratado de llevar una vida religiosa. No he sido demasiado codicioso, he sido caritativo y no he engañado a otros innecesariamente; pero, cuando está uno en los negocios, a veces tiene que evitar el decir toda la verdad. Podría haber hecho mucho más dinero, pero me negué ese gusto. Me divierto de maneras sencillas, pero en general hago una vida seria; habría podido ser mejor, pero en realidad no ha sido mala. Estoy casado y tengo dos hijas. Brevemente, señor ésta es mi historia personal. He leído algunos de vuestros libros y asistido a vuestros discursos, y he venido aquí para ser instruido sobre el modo de hacer una vida más hondamente religiosa. Pero tengo que dejar que hablen los demás señores”.
“Mi trabajo es una rutina bastante fastidiosa, pero no soy apto para ninguna otra tarea” —dijo el empleado—. “Mis necesidades son pocas, y no estoy casado; pero tengo que sostener a mis padres y también ayudo a un hermano menor, que va al colegio. No soy nada religioso, en el sentido ortodoxo, pero la vida religiosa me atrae mucho. Con frecuencia me siento tentado a dejarlo todo y hacerme sannyasi, pero me hace vacilar un sentido de la responsabilidad hacia mis padres y mi hermano. He meditado cada día durante muchos años y, desde que oí vuestra explicación sobre lo que es la verdadera meditación, he tratado de seguirla; pero es muy difícil, al menos para mí, y no me parece que pueda hallar el modo de realizarla. Además, mi posición de empleado, que me obliga a trabajar durante todo el día en algo que no me interesa lo más mínimo, difícilmente conduce al pensamiento superior. Mas yo anhelo hondamente encontrar la verdad, si de alguna manera me es posible hacerlo. Y mientras soy joven quiero fijar un acertado rumbo para el resto de mi vida; y aquí estoy, pues”.
“Por mi parte” —dijo el viejo— “estoy bastante familiarizado con las Escrituras y dispongo de mi tiempo desde que me retiré como funcionario oficial hace varios años. No tengo responsabilidad; todos mis hijos son ya mayores y están casados, así que estoy libre para meditar, leer y hablar de cosas serias. Siempre me ha interesado la vida religiosa. De vez en cuando he escuchado atentamente a uno u otro de los diversos maestros, pero nunca he quedado satisfecho. En algunos casos, sus enseñanzas son completamente pueriles, mientras que otros son dogmáticos, ortodoxos y meramente explicativos. Recientemente he asistido a algunas de vuestras pláticas y discusiones. Entiendo mucho de lo que decís, pero hay ciertos puntos con los que no puedo estar conforme, o más bien, que no comprendo. El acuerdo, como habéis explicado, puede existir con respecto a opiniones, conclusiones, ideas, más no puede haber ‘acuerdo’ con respecto a la verdad; o uno la ve, o no la ve. Concretamente quisiera mayor aclaración sobre la terminación del pensamiento”.
“Yo soy artista, pero todavía no muy bueno”, —dijo el hombre del pelo largo. “Espero ir un día a Europa a estudiar arte; aquí tenemos maestros mediocres. Para mí, la belleza, en cualquier forma, es una expresión de la realidad; es un aspecto de lo divino. Antes de empezar a pintar, medito, como los antiguos, sobre la más profunda belleza de la vida. Trato de beber en la fuente de toda belleza, de captar un vislumbre de lo sublime, y sólo entonces empiezo mi pintura de la jornada. A veces eso llega, pero con más frecuencia, no; por muy intensamente que lo intente, no ocurre nada al parecer, y se desperdician días, aún semanas enteras. He probado también ayunar, junto con varios ejercicios, tanto físicos como intelectuales, esperando despertar el sentimiento creador; mas todo en vano. Todo lo demás es secundario para ese sentimiento sin el cual no puede uno ser verdadero artista, y yo iría hasta el fin del mundo para encontrarlo. Por eso he venido aquí”.
Todos seguimos callados un rato, cada uno con sus propios pensamientos.
¿Son distintos vuestros diversos problemas, o son semejantes, aunque parezcan diferentes? ¿No es posible que haya una cuestión básica subyacente en todos ellos?
“No estoy seguro de que mi problema esté relacionado en modo alguno con el del artista” —dijo el comerciante—. “Él va en busca de la inspiración, del sentimiento creador, pero yo quiero hacer una vida más hondamente espiritual”.
“Eso es precisamente lo que quiero hacer yo también” —replicó el artista—, “sólo que lo he expresado de otra manera”.
Nos gusta pensar que nuestro particular problema es exclusivo, que nuestro dolor es enteramente distinto del de otros; queremos permanecer separados a toda costa. Pero el dolor es dolor, tanto si es vuestro como mío. Si no comprendemos esto, no podemos seguir; nos sentiremos engañados, contrariados, frustrados. Seguramente, todos los que estamos aquí perseguimos la misma cosa; el problema de cada uno es esencialmente el de todos. Si realmente sentimos la verdad de esto, entonces habremos avanzado ya mucho en nuestra comprensión, y podremos inquirir juntos; podremos ayudarnos unos a otros, escuchar y aprender unos de otros. Entonces no tendrá sentido la autoridad de un maestro, será cosa tonta. Vuestro problema es el problema de otro; vuestro dolor es el dolor de otro. El amor no es exclusivo. Si esto es claro, señores, sigamos adelante.
“Creo que todos vemos ahora que nuestros problemas no dejan de estar relacionados” —replicó el viejo, y los otros asintieron con la cabeza.
Entonces, ¿cuál es nuestro problema común? Os ruego no respondáis inmediatamente, vamos a considerarlo. ¿No es, señores, que tiene que haber una transformación fundamental en uno mismo? Sin esta transformación, la inspiración es siempre transitoria, y hay una constante lucha para recapturarla; sin esta transformación, cualquier esfuerzo para llevar una vida espiritual sólo puede ser muy superficial, una cuestión de rituales, de la campana y el libro. Sin esta transformación, la meditación llega a ser un medio de escape, una forma de autohipnosis.
“Así es” —dijo el anciano—, “sin un profundo cambio íntimo, todo esfuerzo para llevar una vida religiosa o espiritual es un mero arañar en la superficie”.
“Estoy completamente de acuerdo, señor” —añadió el oficinista—, “creo efectivamente que tiene que haber un cambio fundamental en mí, de otra manera continuaré así durante el resto de mi vida, tanteando, preguntando y dudando. Mas ¿cómo va uno a producir este cambio?”
“Yo también veo que tiene que haber un cambio explosivo en mi interior si ha de surgir aquello que busco a tientas —dijo el artista—. Evidentemente, es indispensable una transformación radical en uno mismo. Pero, como ha preguntado ya ese señor, ¿cómo va a ser producido ese cambio?”
Dediquemos nuestras mentes y corazones a descubrir de qué modo pasa esto. Lo importante, seguramente, es sentir la apremiante necesidad de cambiar fundamentalmente, y no sólo ser persuadido por la palabra de otro de que debe uno cambiar. Una descripción impresionante puede estimularos a sentir que tenéis que cambiar, pero tal sentimiento es muy superficial, y pasará cuando haya desaparecido el estimulante. Pero si vosotros mismos veis la importancia del cambio, si sentís, sin ninguna clase de compulsión, sin ninguna motivación o influencia, que es esencial la transformación radical, entonces este mismo sentimiento es la acción de la transformación.
“Pero, ¿cómo va uno a tener este sentimiento?” —preguntó el comerciante—.
¿Qué queréis decir con la palabra “cómo”?
“En vista de que no tengo este sentimiento para el cambio, ¿cómo puedo cultivarlo?”
¿Podéis cultivar este sentimiento? ¿No tiene que surgir espontáneamente de vuestra propia percepción directa de la absoluta necesidad de una transformación radical? El sentimiento crea su propio medio de acción. Por razonamiento lógico podéis llegar a la conclusión de que es necesario un cambio fundamentad pero tal comprensión intelectual o verbal no produce la acción del cambio.
“¿Por qué no?” —preguntó el anciano—.
¿No es respuesta superficial la comprensión intelectual o verbal? Oís, razonáis, pero no entra en ello todo vuestro ser. Vuestra mente superficial puede convenir en que un cambio es necesario, pero la totalidad de vuestra mente no presta su completa atención; está en sí misma dividida.
“¿Queréis decir, señor, que la acción del cambio sólo se produce cuando hay atención total?” —preguntó el artista—.
Vamos a considerarlo. Una parte de la mente está convencida de que es necesario este cambio fundamental, pero el resto de la mente no se interesa; puede estar a la expectativa, o dormida, o activamente opuesta a tal cambio. Cuando ocurre esto, hay contradicción dentro de la mente: una parte quiere cambiar, y la otra es indiferente u opuesta al cambio. El conflicto resultante, en el cual la parte de la mente que quiere cambiar trata de sobreponerse a la parte recalcitrante, se llama disciplina, sublimación, represión; se dice también que se sigue el ideal. Se hace un intento de construir un puente sobre la brecha de la autocontradicción. Hay el ideal, la comprensión intelectual o verbal de que tiene que haber una transformación fundamental, y el sentimiento vago pero efectivo de no querer ser molestado, el deseo de dejar que las cosas sigan como están, el miedo y la persecución del ideal es un intento de juntar las dos partes contradictorias, lo cual es imposible. Vamos en pos del ideal porque ello no requiere acción inmediata; el ideal es un aplazamiento aceptado y respetado.
“Entonces ¿es siempre una forma de postergación el tratar de cambiarse a sí mismo?” —preguntó el oficinista—.
¿No lo es? ¿No habéis notado que, cuando decís “trataré de cambiar”, no tenéis la menor intención de hacerlo? O cambiáis, o no cambiáis; tratar de cambiar tiene en realidad muy poco significado. Seguir el ideal, intentar el cambio, forzar a juntarse las dos partes contradictorias de la mente por la acción de la voluntad, practicar un método o una disciplina para lograr tal unificación, etc.: todo eso es esfuerzo inútil y perdido, que de hecho impide toda transformación fundamental del centro, del “yo”, del ego.
“Creo comprender lo que expresáis” —dijo el artista—. “Jugamos con la idea del cambio, pero sin cambiar nunca. El cambio requiere acción drástica, total”.
Sí, y la acción unificada o integral no puede producirse mientras haya conflicto entre las partes opuestas de la mente.
“Veo eso, realmente lo veo” —exclamó el oficinista—; “ningún idealismo, ningún razonamiento lógico, ninguna convicción o conclusión puede producir el cambio de que hablamos. Pero entonces, ¿qué es lo que lo producirá?”
Con esa pregunta misma, ¿no os estáis impidiendo descubrir la acción del cambio? Tenemos tal avidez de resultados que no nos detenemos entre lo que acabamos de descubrir que es verdadero o falso, y el descubrimiento de otro hecho. Nos aseguramos a seguir adelante sin comprender bien lo que ya hemos encontrado.
Hemos visto que el razonamiento y las conclusiones lógicas no producirán este cambio, esta transformación fundamental del centro. Pero antes de preguntarnos qué factor es el que producirá esto, debemos percibir plenamente las tretas que usa la mente para convencerse de que el cambio es gradual y que debe efectuarse siguiendo ideales, etc. Una vez vista la verdad o falsedad de todo este proceso, podemos pasar a preguntarnos cuál es el factor necesario para este cambio radical.
Ahora bien, ¿qué es lo que os hace moveros, actuar?
“Cualquier fuerte sentimiento. La intensa cólera me hace actuar; después puedo lamentarlo, pero el sentimiento estalla en acción”.
Es decir, todo vuestro ser está en eso; olvidáis o no hacéis caso del peligro, descuidáis vuestra propia seguridad, protección. El sentimiento mismo es acción; no hay brecha entre el sentimiento y el acto. La brecha es creada por lo que se llama el proceso de razonamiento, el pesar los pro y los contra de acuerdo con las propias convicciones, prejuicios, temores, etc. La acción es entonces política, está privada de espontaneidad, de toda humanidad. Los hombres que buscan poder, tanto si es para sí mismos como para su grupo o su país, obran de este modo, y tal acción no hace más que crear nueva desdicha y confusión.
“En realidad” —siguió diciendo el oficinista— “aun un fuerte sentimiento a favor de un cambio fundamental queda pronto borrado por el razonamiento autoprotector, por el pensar sobre lo que pasaría si tal cambio se produjese en uno, etcétera”.
El sentimiento está pues cercado por ideas, por palabras ¿no es así? Hay una reacción contradictoria, nacida del deseo de no ser molestado. Si este es el caso, entonces continuad en vuestro modo acostumbrado; no os engañéis siguiendo el ideal, diciendo que vais a tratar de cambiar, y todo lo demás. Estad simplemente con el hecho de que no queréis cambiar. La comprensión de esta verdad es en sí mismo suficiente.
“Pero yo sí quiero cambiar”.
Entonces, cambiad; pero no habléis sobre la necesidad de cambiar sin sentirla. No tiene sentido.
“A mi edad” —dijo el anciano— “no tengo nada que perder en el sentido exterior; pero es otra cuestión muy distinta la de abandonar las viejas ideas y conclusiones. Ahora veo por lo menos una cosa: que no puede haber ningún cambio fundamental si no hay un despertar de ese sentimiento. El razonar es necesario, pero no es el instrumento de la acción. Saber no es necesariamente actuar”.
Pero la acción del sentir es también la acción del saber, ambas no están separadas; sólo lo están cuando la razón, el conocimiento, la conclusión o la creencia inducen la acción.
“Empiezo a ver esto muy claramente y mi conocimiento de las Escrituras, como base para la acción, ya está perdiendo su asidero en mi mente”.
La acción basada en la autoridad no tiene nada de acción; es sólo imitación, repetición.
“Y la mayoría de nosotros estamos atrapados en este proceso. Pero uno puede romper con él. He comprendido mucho esta noche”.
“También yo” —dijo el artista—. “Para mí, esta discusión ha sido altamente estimulante, y no creo que el estímulo admita ninguna reacción. He visto algo muy claramente, y voy a seguirlo, sin saber a dónde conducirá”.
“Mi vida ha sido respetable” —dijo el comerciante— “y la respetabilidad no conduce al cambio, especialmente al cambio fundamental de que hemos estado hablando. He cultivado muy seriamente el deseo idealista de cambiar y de llevar una vida religiosa más auténtica; mas ahora veo que es mucho más esencial la meditación sobre la vida y los medios de cambiar”.
“¿Puedo agregar una palabra?” —preguntó el anciano—. “La meditación no es sobre la vida. Es ella misma el camino de la vida”.

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